miércoles, 27 de noviembre de 2019

Zoo humano

Teide desde la Gomera

Te recogen en el hotel a la hora indicada, comprueban tu documento de identidad, subes al vehículo de transporte, te sientas entre gente que desconoces y con quien sólo compartirás esta jornada, el vehículo se pone en marcha, la guía a cargo, hosca cuando te recibe, sonrisa de mantequilla cuando habla para todos, da explicaciones con todo detalle en varias lenguas, español, alemán, francés, sin nada que diferencie lo que se dice en cada una, donde bajarse, que documentos mostrar, con qué ropa abrigarse cuando llegues al monteverde, el paisaje por el que pasas es semidesértico, inhóspito, pero lleno de hoteles y urbanizaciones, la piedra negra, porosa, rota debajo, cientos de casas iguales, piezas de Lego levemente diferentes entre una  y otra urbanización, nadie viviría ahí una vida verdadera si uno trabajase para vivir, algunos pasajeros van dormidos, otros hablan sin parar, hacen bromas, cuentan cosas que un oído ajeno que las escuchase no reiría ni encontraría inteligencia en lo que dicen, cuando llegas a destino muestras el documento de viaje para ponerte en cola en los callejones de espera, separados por cintas, donde se juntan cientos que como tú han pagado el pasaje para la actividad de la jornada, son pacientes, esperan, hacen chistes hasta que suben por la pasarela al catamarán, el más grande del mundo, en realidad trimaran, corren para coger sitio, aunque hay cientos de butacas disponibles no diferentes unas de otras, hacen cola en la cafetería para coger un bocadillo plastificado y un agua mineral o un café, pagan y vuelven a la butaca a mirar el mar que pasa, aunque algunos no paran de moverse de un sitio a otro, aunque entre uno y otro sitio no haya diferencia alguna,

la belleza ha desaparecido o está a punto de hacerlo, como no hay arte sino simulacro, no hay otra diferencia que la edad, el único valor que suma, los mejores han perdido el alma, los normales el cuerpo, los cabellos ralos, tintados o cubiertos con gorras o sombreros gastados, vestidos con pantalones cortos o de chándal y zapatillas de deporte o chanclas y camisetas con lemas como, Hey,  I LOVE NY o Teneriffa, o llevan la piel llena de tinta, cada uno con su diferencia, pero en cuanto las caras reposan después de haber dispuesto los músculos para la risa o la sonrisa tras el último chiste, aparece el verdadero estado del alma, la tristeza, todos los rostros en reposo están tristes, inclinados sobre la pantalla o con la mirada perdida hacia un inconcreto punto del espacio, repantingados en el asiento disimulan la naturaleza de los cuerpos, anchos, deformes, fofos, con grandes dificultades para mantener el equilibrio si se ponen en pie por el ligero movimiento del barco,

llegamos a destino, la gente se agita para bajar primero aunque el próximo vehículo no partirá hasta que suba a bordo el último pasajero, no miran el paisaje nuevo, la estratificación de los acantilados, los diques de magma enfriada, la rala vegetación, la agitación del mar que el barco deja a su paso, el pequeño puerto, la isla nueva, Patrimonio, el lugar de atraque, la gente que se cruza al pasar,

me gustaría ser invisible, pasar desapercibido, pero alguien me cede el paso o me saluda o me sonríe, me tengo que sentar obligadamente junto a otros, iniciar conversación no muy distinta de otras que ya he mantenido, en la que no aprenderé nada, nada de lo que se diga me valdrá, nada dará forma a un pestañeo,

brezos y laureles, algunas sabinas, Garajonay, las nubes resuman cuatro veces el agua de lluvia, traídas por los alisios retenidas por la montaña, la atmósfera es húmeda en el norte, el bosque de matorral, pulmón verde, arbustos altos como arboles, 4000 hectáreas, el diez por ciento de la isla, la colombina, pues tres veces se detuvo aquí Colón en su aventura asiática,


sabes, los brezos, los laureles son árboles, si tocas las hojas están llenas de agua, ya te mando unas fotos, hemos hecho hambre de tanto subir y bajar, Gara y Jonay, el Romeo y la Julieta de la isla, sus familias no les aceptaban, subieron al cráter del volcán extinguido, afiliaron una rama de brezo, se echaron sobre la punta, un círculo de piedras lleno de energía positiva y negativa recuerda el suicidio por amor, ying y yang, ahí se reunían las brujas con su antiguo saber botánico, la gente acudía para que la curasen, el mocan para cicatrizar heridas, el té canario para el dolor de cabeza, la gripe y el estómago, la tabaiba dulce para depilarse, el jugo de los frutos para el hígado enfermo o la vesícula en casos de ictericia y hasta para la diabetes o el aloe vera, tan de moda, para tantas cosas, 

y ahora qué va a pasar, dice el de Chiclana, lo dice en la mesa donde comemos, lo dice delante de dos de Donosti que no dan su brazo a torcer, pagan muchos impuestos, dicen, nadie paga más que ellos, dicen, y la corrupción, la corrupción, insisten, lo dice el de Chiclana delante de uno de Barcelona, y ahora qué va a pasar, y todavía en la tienda de los siropes de palma, cuando ya se está acabando la excursión, dice, y ahora qué va a pasar, es lo último que le oigo decir cuando bajamos del catamarán, y ahora qué va a pasar

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