domingo, 24 de noviembre de 2019

Teide


Hoy se trataba de ir al icono de la isla, no a su morfología o geología sino subirse al símbolo. Según todo lo oído y leído, la subida requiere permiso oficial. Cómo subir, entonces, sino a través de un guía con los permisos en regla, que mi pasta me ha costado, para ver las estrellas y el amanecer en la cima. Así que caminar en la noche, la gran hechicera, no era mala propuesta: he visto el firmamento más claro que nunca, tantas y amontonadas estrellas que era difícil distinguir a las conocidas, he visto el círculo de la luna balancearse a mi espalda en el mar de Gran Canaria y hacerlo brillar con tonos dorados y he visto el amanecer cuando rompía en tonos rojizos la línea continua donde se juntan mar y cielo. Hemos comenzado a la una y a las seis estábamos arriba. El sendero es al principio camino suave y ancho, por donde pasaban los carros que recogían de la Montaña Blanca la piedra pómez para cremas y aceites y pedicura, luego es sendero de piedra bien marcado y cada vez más pindio hasta llegar al cono del pico donde la altura, la falta de aclimatación y las fumarolas lo ponen muy difícil. 

Como llevaba guía, Víctor, un canario dicharachero y con ideas claras, obsesionado con el tema catalán, he marchado en grupo, una pareja de polacos simpáticos pero que sólo ofrecían como lengua de contacto el alemán y un joven alemán todo sufrimiento: le dolían los pies y la espalda y las rodillas y las piernas, y acaso la cabeza, tenía ganas de vomitar, se paraba y enlentecia la marcha hasta el desespero. Llegados al extremo del parón total, los polacos y yo hemos decidido dejar al alemán con el guía, que han ido retrocediendo hasta el punto inicial. Lo que me ha demostrado dos cosas, que el precio pagado era excesivo y que podíamos haber recorrido el camino por nuestra cuenta. Y así era, pese a las advertencias oficiales, lucecitas en la noche se nos aproximaban por el sendero, jóvenes de aquí y de allá solos, en pareja o en trío, nada indicaba que necesitasen permiso. Además, es imposible perderse de tan marcado.

Íbamos abrigados hasta la natiz pero no era para tanto. Hemos llegado a la cumbre, tras 700 metros finales agotadores, pasito a pasito, cuando el sol se abría. No sé describir la luz de ese amanecer inédito pero sé que nunca la había visto. Influía la hora, la altura, el raro oxigeno, quizá las fumarolas. Los que allí estábamos la recibíamos con excitación y temblequeo, a la que no era ajena el frío. Muchas fotos con los polacos de  Wrocław a la espera de la apertura del funicular. Ante mí sugerencia de volver a pie o ser bajados los polacos no tenían duda, lo que para mí ha supuesto una gran pérdida porque subiendo hemos visto cielo pero no el paisaje del Teide que desde el coche, a sus pies y a la vuelta, se extendía por una larga y ancha pradera de piedras, pradera que requiere un poeta y un fotógrafo que den cuenta de naturaleza tan inhóspita como bella. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario