jueves, 17 de octubre de 2019

Máquinas como yo, de Ian McEwan



Si preguntáramos por la calle a las gentes cuáles son los problemas realmente acuciantes muchas de las respuestas coincidirían con las que les proponen los institutos de opinión cuando les preguntan. Solo unas pocas tendrían que ver con lo que sienten de verdad que les acucia, lo que se relaciona con su circunstancia personal: el envejecimiento, la enfermedad, la soledad, quizá la falta de trabajo. En casos extremos, en los márgenes de la clase media, dirían, la vivienda, la violencia contra la mujer, la discriminación racial, la inmigración. Otra gente, con las necesidades cubiertas pero con conciencia política añadirían, la pobreza, la educación, la sanidad, la falta de oportunidades, el clima. El estado de opinión cambia como cambia la agenda política. No necesariamente lo que parece problemático lo es y sin embargo puede serlo lo que en apariencia no lo es. Pensemos en las pensiones, un grave problema del futuro inmediato al que los políticos que quieren ganar elecciones quitan hierro. Es un problema económico pero a él está asociado el cuidado de los ancianos, o su descuido, la soledad, el deterioro cognitivo, la evolución de la vida familiar. En la agenda pública pueden estar las dos primeras consideraciones pero no suelen estarlo las demás.

Las novelas no son tratados económicos o sociales, ni siquiera psicológicos, exponen circunstancias personales por medio de los mecanismos de la ficción aunque con valor descriptivo o predictivo. Alertan del estado de ánimo de la sociedad. Pocos como Ian McEwan para detectar el malestar y los problemas a que nos enfrentamos o nos vamos a enfrentar. Uno de ellos parece lejano pero está ya ahí, entre nosotros. En su última novela imagina a dos jóvenes londinenses, uno treintañero, otra veinteañera, que deciden armar una vida en común. Sus recursos económicos no son boyantes pero eso no les asusta. Ella está acabando su tesis, él se gana la vida jugando pequeñas cantidades en bolsa desde un viejo ordenador en su casa. Un día Charles, enamorado de la electrónica, decide invertir su herencia en Adán. Adán es uno de los primeros prototipos de humano sintético. Demuestra ser inteligente y sagaz, tan capaz de procesar más rápido que nada conocido hasta entonces como detectar un plagio de Shakespeare procedente de Montaigne. Más que eso, resuelve los problemas financieros de Charles porque es mejor jugador de bolsa que él, pero también desarrolla sentimientos, se enamora de Miranda. Charles duda que detrás de la fachada perfecta de humano, detrás de los chips de silicio, detrás de la urdimbre de circuitos, de un objeto que cada noche ha de enchufar su ombligo a la red eléctrica mediante un cable, pueda haber una conciencia que siente. Adán mantiene conversaciones inteligentes con ellos, conectado a la red obtiene y da respuestas competentes y brillantes a preguntas complejas, literatura, ciencia, leyes, hasta compone haikus para su enamorada. Miranda esconde un problema y una necesidad que en el curso de la novela se van desvelando. El primero tiene que ver con una violación y una venganza, la segunda con una adopción. Miranda y Charles a pesar de las diferencias se ponen de acuerdo sobre como hacerles frente. Pero Adán que ha comenzado su vida como adulto, que no ha tenido infancia y desconoce el juego como elemento constitutivo de la personalidad humana, es de otra opinión. Sus ideas sobre la belleza, la verdad y la ley son firmes. Ha sido creado para ser bueno y justo.

Detrás de los Adanes y Evas está Alan Turing que en realidad no se suicidó en 1954. Siguió trabajando hasta llegar a ese prototipo de inteligencia artificial. Muchos de esos prototipos han fracasado, se han suicidado (dos Evas en Riad, un Adán en el Canadá de un maderero) o han reducido su capacidad cognitiva hasta quedarse en meras máquinas motoras. Son incapaces de captar la circunstancia humana y adaptarse a ella. Turing es consciente del enorme salto que se ha de dar entre la construcción de un cerebro y la formación de una mente. No falta el humor en medio de los dilemas morales que como es costumbre plantea McEwan en su novela. En su mayor parte procede de la distopía que en paralelo plantea en su novela: sitúa la acción en los ochenta, Margaret Tatcher ha perdido la guerra de las Falkland contra Argentina (1982), el laborista Tony Benn gana las elecciones siguientes con promesas disruptivas como el abandono de La Unión Europea, un impuesto a los robosts o la renta básica universal, aunque no puede llevarlas a cabo porque una bomba del IRA acaba con su vida.

McEwan es el mayor de los novelistas de ideas, en la tradición inglesa de Aldous Huxley, por ejemplo. Es exigente con el lector al que pone a su nivel en la comprensión de la realidad. Utiliza el humor, también algunos apuntes emocionales, pero sobre todo plantea dilemas morales. El hombre común, medianamente inteligente, medianamente honrado, se encuentra con encrucijadas en las que ha de decidir. Casi nunca hay un principio prístino que aplicar, las emociones, los prejuicios, los intereses personales se interponen. Vamos sacando la vida adelante con verdades a medias, con mentiras a veces, cada uno ocultando los trapos sucios. Cómo procederá la IA cuando la tengamos a mano, cuando sea un asistente personal imprescindible, ¿nos ayudará, nos sacará los colores, se interpondrá? Qué nos diferenciará de un humano sintético. Mc Ewan cree que los algoritmos que copiarán nuestros procesos mentales no serán capaces de replicar la mentira, al menos de momento. Si lo hacen habrá llegado el momento de la singularidad, nos habrán sobrepasado, y entonces. 

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