Si
preguntáramos por la calle a las gentes cuáles son los problemas
realmente acuciantes muchas de las respuestas coincidirían con las
que les proponen los institutos de opinión cuando les preguntan.
Solo unas pocas tendrían que ver con lo que sienten de verdad que
les acucia, lo que se relaciona con su circunstancia personal: el
envejecimiento, la enfermedad, la soledad, quizá la falta de
trabajo. En casos extremos, en los márgenes de la clase media,
dirían, la vivienda, la violencia contra la mujer, la discriminación
racial, la inmigración. Otra gente, con las necesidades cubiertas
pero con conciencia política añadirían, la pobreza, la educación,
la sanidad, la falta de oportunidades, el clima. El estado de opinión
cambia como cambia la agenda política. No necesariamente lo que
parece problemático lo es y sin embargo puede serlo lo que en
apariencia no lo es. Pensemos en las pensiones, un grave problema del
futuro inmediato al que los políticos que quieren ganar elecciones
quitan hierro. Es un problema económico pero a él está asociado el
cuidado de los ancianos, o su descuido, la soledad, el deterioro
cognitivo, la evolución de la vida familiar. En la agenda pública
pueden estar las dos primeras consideraciones pero no suelen estarlo
las demás.
Las
novelas no son tratados económicos o sociales, ni siquiera
psicológicos, exponen circunstancias personales por medio de los mecanismos de la ficción aunque con valor
descriptivo o predictivo. Alertan del estado de ánimo de la
sociedad. Pocos
como Ian McEwan para detectar el malestar y los problemas a que nos
enfrentamos o nos vamos a enfrentar. Uno de ellos parece lejano pero
está ya ahí, entre nosotros. En su última novela imagina a dos
jóvenes londinenses, uno treintañero, otra veinteañera, que
deciden armar una vida en común. Sus recursos económicos no son
boyantes pero eso no les asusta. Ella está acabando su tesis, él se
gana la vida jugando pequeñas cantidades en bolsa desde un viejo ordenador en su casa. Un día Charles,
enamorado de la electrónica, decide invertir su herencia en Adán.
Adán es uno de los primeros prototipos de humano sintético.
Demuestra ser inteligente y sagaz, tan capaz de procesar más rápido
que nada conocido hasta entonces como detectar un plagio de
Shakespeare procedente de Montaigne. Más que eso, resuelve los
problemas financieros de Charles porque es mejor jugador de bolsa que
él, pero también desarrolla sentimientos, se enamora de Miranda.
Charles
duda que detrás de la fachada perfecta de humano, detrás de los
chips de silicio, detrás
de la urdimbre de circuitos,
de un objeto que cada noche ha de enchufar su ombligo a la red eléctrica mediante un cable,
pueda haber una conciencia que siente. Adán mantiene conversaciones
inteligentes con ellos, conectado a la red obtiene y da respuestas
competentes y brillantes a preguntas complejas, literatura,
ciencia, leyes, hasta
compone haikus para su enamorada.
Miranda esconde un problema y una necesidad que en el curso de la
novela se van desvelando. El primero tiene que ver con una violación
y una venganza, la segunda con una adopción. Miranda y Charles a
pesar de las diferencias se ponen de acuerdo sobre como hacerles
frente. Pero Adán que ha comenzado su vida como adulto, que no ha
tenido infancia y
desconoce
el juego como
elemento constitutivo de la personalidad humana,
es de otra opinión. Sus ideas sobre la belleza, la verdad y la ley
son firmes. Ha sido creado para ser bueno y justo.
Detrás
de los Adanes y Evas está Alan Turing que en realidad no se suicidó
en 1954. Siguió trabajando hasta
llegar a ese prototipo de inteligencia artificial. Muchos de esos
prototipos han fracasado, se han suicidado (dos
Evas en Riad, un Adán en el Canadá de un maderero)
o han reducido su capacidad cognitiva hasta quedarse en meras
máquinas motoras. Son incapaces de captar la circunstancia humana y adaptarse a ella.
Turing es consciente del enorme salto que se ha de dar entre la
construcción de un cerebro y la formación de una mente. No
falta el humor en medio de los dilemas morales que como es costumbre
plantea McEwan en su novela. En su mayor parte procede de la distopía
que en paralelo plantea en su novela: sitúa la acción en los
ochenta, Margaret Tatcher ha perdido la guerra de las Falkland contra
Argentina (1982), el laborista Tony Benn gana las elecciones siguientes con
promesas disruptivas como el abandono de La Unión Europea, un impuesto a los
robosts o la renta básica universal, aunque no puede llevarlas a cabo
porque una bomba del IRA acaba con su vida.
McEwan
es el mayor de los novelistas de ideas, en la tradición inglesa de Aldous Huxley, por ejemplo. Es exigente con el lector
al que pone a su nivel en la comprensión de la realidad. Utiliza el
humor, también algunos apuntes emocionales, pero sobre todo plantea
dilemas morales. El hombre común, medianamente inteligente,
medianamente honrado, se encuentra con encrucijadas en las que ha de
decidir. Casi
nunca hay un principio prístino que aplicar, las emociones, los
prejuicios, los intereses personales se interponen. Vamos sacando la
vida adelante con verdades a medias, con mentiras a veces, cada uno
ocultando los trapos sucios. Cómo
procederá la IA cuando la tengamos a mano, cuando
sea un asistente personal imprescindible, ¿nos
ayudará, nos sacará los colores, se interpondrá? Qué nos diferenciará de un humano sintético. Mc Ewan cree que los algoritmos que copiarán nuestros procesos mentales no serán capaces de replicar la mentira, al menos de momento. Si lo hacen habrá llegado el momento de la singularidad, nos habrán sobrepasado, y entonces.
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