Labrador

- No sé quién soy ni los que han venido. Ya no quiero nada, vocea más que habla una mujer en la sala. 

No puedo usar papel para no herirla, sino una toallita que suelta espuma si se le pone un poco de agua. Le pongo unas sandalias, la abrigo un poco, un pañuelo sedoso alrededor del cuello. Solo cuando una nube vela el sol, dice que hace viento, que tiene frío, pero no lo hace, no hace frío. Sus pasos son cortos y lentos, cada vez un poco más cortos y un poco más lentos. Nos detenemos de tanto en tanto, para sosegar su respiración agitada. Noto que el corazón le palpita. Pero caminamos. Caminar, caminar, ¿no es eso la vida? No sé verla de otro modo, sino caminando. Sentada, cuando ha dejado de ser la mujer que solía, se le ve ausente, evaporada, inerte.

Cada vez que salimos al camino, se nos junta una perra labrador de mirada dulce, melosa, el pelo liso de color chocolate. Lola, se llama Lola. Se restriega en sus pies. Ella le acaricia a veces, le dice cosas, le pone en el hocico uno de los pañuelos de papel que siempre lleva en la mano. A veces, la labrador se echa sobre su cuarto trasero, levanta la pata derecha como para saludar y espera. Ella se queja de las piedrecillas del camino, cuyas aristas se hacen sentir debajo de la suela de los zapatos. Hoy no consigo arrancarle casi nada, ni siquiera una exclamación cuando no lejos pasa un tren en dirección a Palencia o Valladolid. O cuando señalo el gran árbol en forma de uve que queda tras la gran poda de la chopera. Tan solo cuando se nos cruza un coche en el camino levantando una polvareda se queja de que vaya por donde nosotros vamos.

La belleza está allá donde mires, le digo, si la despojas de palabras. Levanta los ojos hacia los rastrojos reverdecidos, hacia los arbolillos recién plantados. Parada, afirmada en el bastón, parece querer decir algo, pero no lo dice. El mundo está lleno de palabras. No las hay alrededor, solo naturaleza mecida por una ligerísima brisa y el bulto de camiones a lo lejos. Uno y otro y otros más allá, dice y señala.