miércoles, 23 de octubre de 2019

El viento de la luna, de A. Muñoz Molina



Tiene un problema esta novela, aparte de su manufactura literaria, que el escritor sabe más, mucho más que el narrador, y lo hace saber. La novela es un relato de iniciación de un muchacho de trece años que descubre el mundo el 20 de julio de 1969, el día que Armstrong pone el pie en la Luna. Nada sabemos de su posterioridad, algunas cosas anteriores a esa fecha sí, salvo la postrera incursión del adulto que en las páginas finales vuelve la vista al tiempo ido, a la ciudad, a la calle y plaza, a la casa abandonada, al padre que murió, con un deje de melancolía. El relato se centra pues en la edad de ese muchacho, que es el narrador. Algunas cosas son creíbles, las emociones a flor de piel, la sorpresa por cada cosa nueva que va llegando, los electrodomésticos en un hogar pobre, el cine, las pantorrillas y los pechos semidescubiertos de una mujer, el pajerío, aunque todo esté contado con tal minuciosidad que anima a acelerar la lectura pasando las páginas con premura, porque no son emociones lo que se cuenta sino la literatura de las emociones, su reflejo en frases tintineantes. Tanto detalle, en cualquier cosa en la que se detenga, ya sea la huerta del padre, la enfermedad del vecino, la técnica cinematográfica, la historia de las ideas, la astronomía lunar o la cohetería de Cabo Cañaveral hacen sospechar al lector de tanta sabiduría en un chico sin madurar, por no hablar de la mucha lectura, no sólo el largo catálogo de novelas, ese sí verosímil, sino de libros algo más complejos, entre los que se cuenta Darwin, que hacen pensar que el chico no tenía vida de chico, sin tiempo para jugar, no se mencionan amigos con los que pelearse o amigas de las que enamorarse, o estudios que realizar, o trastadas o aventuras que no sean librescas, que ese tiempo tan morosamente descrito no le pertenece, sino que es el tiempo recordado o reconstruido de un adulto escritor que corrige, se recrea y se exhibe.

De por medio están los tópicos de la guerra civil, los vecinos siniestros y las víctimas sin resarcir, la riqueza robada y la humillante pobreza. La iniciación a la imaginación sexual, con la tía Lola, el único personaje atractivo y con algo de volumen, como fuente de inspiración, o una gitana que da el pecho a un niño en el arrabal, o las actrices de películas como Faye Dunaway, o los cuadros famosos, una especie de sexualidad de papel cuché nada sicalíptica, recorre la novela entera con tantas páginas que no producen excitación sino que dan grima. Onanismo, el lastre de la guerra civil, la aventura de la Luna, sobre esos tres ejes se ejercita la memoria y el fraseo. Muñoz Molina es el escritor que escribe bonito, que parece que esté escribiendo para ganar el concurso anual de redacción provincial. Y de hecho lo ha ganado, es miembro de la Real Academia. Pero qué poco hay de la verdadera excitación, la del lector atrapado en una trama absorbente de acciones peligrosas o pasiones desatadas, o la del contemporáneo que se reconoce en la vida del personaje central, o incluso la del adolescente angustiado que comprueba que su angustia es compartida, que no es el único que está descubriendo un mundo de angustia, temor y excitación. Todo esta tan contenido, tan medido, tan esperable, sin una transgresión que nos haga fruncir el ceño, que nos sacuda o nos haga templar, dudar o escandalizarnos, que cuando llegamos al final y cerramos el libro nos preguntamos, y todo esto para qué.

Muge el becerro, el cerdo gruñe y hoza en su pocilga, algún ratón furtivo se desliza entre los montones de leña de olivo, y en el rincón, sobre la paja caliente, una de las gallinas acaba de depositar un huevo, un huevo de cáscara rubia, grande, con su forma tan precisa como una elipse planetaria. Cuando lo tomo con mucho cuidado entre mis dedos y luego lo cobijo en la palma de mi mano el huevo está caliente, tiene una temperatura ligeramente superior a la de mi piel, casi con un punto de fiebre”.


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