viernes, 28 de noviembre de 2008

Maragall

 
Uno va comprendiendo con los años, la experiencia y el escepticismo que la historia, la historia contada -los libros- no la hacen los científicos, la gente seria. Que todos ellos, periodistas, escritores, historiadores forman un círculo cerrado de amigos, un clan. Ninguno de ellos piensa que en el orden natural de las cosas el poder no les pertenezca, que no sean los legítimos herederos de los señores que antaño hacían y deshacían, con algunas excepciones, claro está. La vida les pertenece, los demás somos meros invitados. En realidad no creen en la democracia, en sus discursos esa palabra tan sólo es un concepto.

Ahora se están escribiendo libros sobre Maragall, como preámbulo para que su nombre quede esculpido en el frontispicio de la Historia. Unas amigas suyas presentaron hace poco una biografía medio autorizada. Contaban algo más de lo necesario y hubo censura, de modo que no quedase sombra sobre el mármol.

Esther Tusquets, una de ellas, reviste con un halo de sobrehumanidad al personaje:
El hombre carismático dialoga con las dos mujeres en su despacho, mientras oscurece despacio tras los ventanales y, como nadie prende la luz, van quedando sumidos en la penumbra. Ha desaparecido la última secretaria, se ha fundido el hielo de la coca-cola y del agua mineral, se ha enfriado la infusión. En un grado mayor de intimidad, el hombre contesta con prolijidad de detalles a las preguntas -incluso cuando giran en torno a temas dolorosos como los espinosos problemas de sus hermanos, o su propia enfermedad-, bromea socarrón y pasa luego largo rato recitando o leyendo o buscando la traducción más correcta a una expresión difícil de los sonetos de Shakespeare. Le encanta leer en voz alta, le encanta el cine, la música. Tiene la suerte de que le gusten e interesen muchas cosas.
El propio Maragall escribe o dicta sus memorias, acudiendo a otro sobrehumano, García Márquez, para que le haga un prólogo. El periódico publica extractos, los suficientes para mostrar su resentimiento, ese despecho por haber sido destronado por personas en las que ha creído, a las que ha ayudado a ascender, que no debían haberle sacado del lugar para el que la historia le tenía destinado.
"Desde la aprobación del Estatuto por el Parlament, de nada sirvieron los diferentes encuentros con Zapatero. Descubrí un presidente enrocado en la defensa de las prioridades del partido en materia identitaria española y extraordinariamente preocupado por las perspectivas electorales.
"A Montilla le costó mucho decir personalmente que tenía interés por ser candidato a la presidencia de la Generalitat. Tuve que ser yo quien se lo preguntara directamente. Le llamé una noche desde casa, horas antes de tomar mi decisión definitiva. Me dijo que sí, que era cierto que le hacía ilusión presentarse. Le dije que adelante. Si yo tenía alguna duda, la perspectiva de un enfrentamiento abierto en el seno del partido me acabó de convencer, suponiendo que no estuviera ya completamente convencido".

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