No
conocemos a la persona de la que nos hemos enamorado, sino hasta que
ha pasado el tiempo, y aún así (¿Acaso nos conocemos a nosotros
mismos?). Nuestra mente busca patrones en las formas, en los sonidos,
los olores o en el tacto, con los sentidos en general. Y en las
personas: nos fijamos en las que mejor se adaptan a los patrones
preconcebidos. En paralelo, cuando iniciamos una relación, incluso
mucho antes, se pone en marcha la química cerebral: adrenalina,
endorfinas, las hormonas sexuales, las sustancias que nos hacen
bullir como un horno.
Para
que se mantenga el estado eufórico en que hemos entrado dejamos de
atender a las señales negativas. No damos crédito a quien nos
advierte, incluso si la persona amada nos cuenta cosas que no nos
gustan las damos por no oídas o como rasgos de una personalidad
original. Al revés pasa lo mismo. Deslizamos ideas, historias de
nuestro pasado para que la persona amada vea que somos seres
complejos, interesantes, pero que lo que nos ocurrió en el pasado,
con ella no nos pasará. En ese estado casi todo es admisible. Todo
es perdonado o comprendido porque solo esta es la relación
verdadera.
Pero
los neurotransmisores - (la fábrica química del amor: dopamina,
serotonina, oxitocina) va disminuyendo su intensidad. Cuando se
disipa el húmedo y cálido vapor que nos envuelve vemos la humanidad
del ser angelical al que nos hemos entregado. Pueden suceder dos
cosas, que se produzca una abrupta ruptura por una de las partes: hay
otra persona que estimula mejor nuestro fuego interior - lo reaviva o
lo mantiene vivo- o comenzamos a ver defectos con los que, creemos,
no podremos convivir.
Cuando
la separación se alarga en el tiempo, puede que se produzca el
reverso del enamoramiento: magnificamos los defectos del ser
angelical. Dudamos de las historias que nos contaba para verla en
negativo. Lo que nos parecía gracioso y original, ahora nos resulta
aberrante. Prestamos oído a quien nos advertía, pero tan irreales
eran las virtudes con que lo adornábamos como los defectos con que
ahora lo desvestimos.
La
mayor parte de las historias de amor acaban mal. El enamorado
despechado toma la ruptura como la caída por un acantilado (aunque
si pudiese arrojaría a su antiguo amor por él). Blanco y negro, los
matices desaparecen. Obcecados, los enamorados piensan en su mala
suerte, en haber topado con una mala persona llena de los peores
defectos que se puedan ventilar en público. Pero no cejan, confían
que la próxima vez encontrarán al ser perfecto con quien vivirán
una eternidad feliz.
Hay
otra opción que desgraciadamente se tarda en ver. El amor adulto. No
todas las parejas se forman desde el enamoramiento, aunque quizá la
mayoría sí. Cuando la fábrica del amor va quemando su combustible
y se comienza a ver a la persona amada bajo otros ojos, cabe la
posibilidad de ir aceptándola tal como es. Un ser humano defectuoso
como todos lo somos, con defectos físicos y morales: no era tan
guapo, ni tan simpático, demasiado joven o viejo, con ideas y gustos
tan diferentes de los míos. Podemos llegar a una entente, un
compromiso. Muchos lo consiguen y no puedo más que felicitarlos.
El
amor atañe a la intimidad, no es un asunto que se deba dirimir en
público, no es mundano sino íntimo. No va de justicia o equidad, en
el amor no hay juicio ni perdón, si fuese así nos entregaríamos a
las patologías: el amor como enfermedad, aunque algo de eso hay. Dos
personas se entrelazan sin atender a la igualdad, más bien al
contrario, se funda en la aceptación desigual de virtudes y vicios.
Es narcisista: amo en el otro el amor que deseo, por eso no se puede
juzgar. Amo al otro porque espero, confío y creo que él también me
ama (vasopresina). Sobre ese vínculo se construye la continuidad, el
amor adulto.