Llovía cuando de madrugada hemos despegado los ojos. Mientras desayunamos el flojo desayuno incluido en las Pousadas, nos hacemos preguntas ¿Qué hacemos. Seguimos ruta. Esperamos a que deje de llover. Nos quedamos un día más en la bella Viana? Preparamos las bicis, pero llueve con desespero, el cielo muy cubierto sin esperanza de que amaine. Sobre las once le digo a la chica de recepción que nos quedamos un día más. No nos quedan habitaciones, me dice. ¿Cómo? Lo que oyes.
Así que, no nos queda otra. Salimos cuando apenas chispea. Dejamos atrás la bella Viana do Castelo, la del Sagrado Corazón visible desde muy lejos - como el Tibidabo de Barcelona, como el Sacre Coeur de Lyon-, la del río Lima, la de la ciudad ortogonal con casitas de colores a dos plantas, la del puente Eiffel, largo y rectilíneo.
No había muchos turistas anoche. Un crucero mediano y blanco había depositado su carga. Los veíamos en los restaurantes del barrio de pescadores: españoles, ingleses, italianos, más los jóvenes que estaban haciendo el Camino de la Costa portugués. No los suficientes para que la ciudad se sintiese invadida.
También nosotros buscamos en el barrio de pescadores un lugar donde comer a la portuguesa. Creíamos haber encontrado el lugar perfecto en María Petisca. Bonita decoración, precios razonables. Nos hicieron sentar en butacas de espera porque ya se levantaban algunos clientes. Desde ellas veíamos el interior y, desde un ventanal, la calle. El camarero nos dijo varias veces, "Unos minutos". Había mesas libres.
Entonces empezamos a comprender qué sucedía. Una mesa en la calle, la única: asistimos al espectáculo de la degradación. Dos hombres ya entrados en años bebían y hablaban a ritmo lento: algo habían comido pues había platos y bandejas vacíos y una jarra de vino blanco verde. Pidieron más. Tinto, esta vez. El camarero que debía habernos buscado mesa se les acercó con la nota. Trastearon entre sus cosas, musitaron palabras lentas, si es que decían algo. El camarero entró en el local; al poco llegó el que parecía ser el jefe con el datáfono en la mano. Les decía cosas - nosotros solo veíamos los gestos, no oimos ni una sola palabra -, vimos como poco a poco iba perdiendo la paciencia, hasta llegar a una irritación contenida. Mientras, los dos hombres con la mirada perdida, con movimientos estáticos, parecían sacados de una serie de zombies.
El hombre se nos acercó y, en un inglés fluido, nos pidió disculpas y nos dijo que no podría atendernos hasta solucionar el problema: no querían pagar, había llamado a la policía. Nos despedimos.
En una calle del barrio, habíamos visto, unas horas antes, un par de restaurantes populares. A uno de ellos fuimos. Bacalhau do chefe, era lo que nos había llamado la atención. Era a la brasa con patatas y cebolla, pero no valía nada. Fibroso, nada tierno, como si lo acabasen de descongelar o no hubiese tenido tiempo suficiente de cocción. El vino blanco estaba algo mejor.
Hemos tenido suerte. Nos ha acompañado un día cubierto con ligera llovizna. Hemos volado con el viento a favor. Otra vez la costa con pasarelas, senderos acondicionados y carriles bici cuando hemos dejado atrás la costa. Todo fácil y volandero: Areosa, Carreço, Afife, Ancora, hasta llegar a Caminha donde una barca con trazas de patera nos ha puesto al otro lado del Miño. Portugal y España, ¿por qué son países diferentes?
Y luego más pasarelas de madera y más carriles bici, una etapa comodísima, salvada la amenaza de la lluvia, hasta Baiona. Un paisaje espectacular que no deberías perderte, caminando o rodando.
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