Cuando en el 2019, poco antes de que estallase la pandemia, bajábamos por el Panj al encuentro primero del Vajsh y enseguida del Amu-Daria, el antiguo Oxus de los clásicos, río que hace de frontera entre Tajikistán y Afganistán, y un poco más abajo del Kunduz no pudimos pasar a Sinkiang, tampoco atravesar la frontera afgana. Los chinos nos negaron el visado para Kasgar. Estuvimos muy cerca de la ciudad de Kunduz. Pero aunque hubiésemos podido pasar la frontera afgana no habríamos visto las cuevas de los monjes budistas y junto a ellas a los dos budas gigantes de Bamiyán. Ya solo en fotografías podemos saber cómo eran después de que los bárbaros Taliban los hiciesen volar. Nos quedan las descripciones de los viajeros antiguos. Entre ellos la poética que hizo Robert Byron en su Viaje a Oxiana en 1933.
“Desde que abandonamos la llanura del Oxus, habíamos ascendido unos mil ochocientos metros, y los colores de ese valle extraordinario con sus riscos de color rojo ruibarbo, sus picos azul añil coronados por la reluciente nieve, y el verde eléctrico del trigo recién nacido, brillaban doblemente en la nítida atmósfera de las montañas. En lo alto de los valles adyacentes habíamos atisbado ruinas y cuevas. Los riscos eran cada vez más pálidos. Y de pronto, al igual que un enorme nido de avispas, vimos como colgaban los centenares de cuevas de los monjes budistas, arracimadas en torno a dos budas gigantescos”.
“Una casa de estilo europeo, con el tejado de hojalata nos dio la bienvenida en lo alto de un peñasco al otro lado del río. El gobernador estaba ausente, pero su ayudante, una marsopa asmática embutida en un pijama azul, se turbó tanto a causa de nuestra llegada sin aviso previo, que telefoneó a Kabul para ponerles a corriente. Salimos a una galería y bajamos la mirada hacia el verde luminoso de los campos, el azul grisáceo del río y el verde azulado de los álamos que lo flanqueaban, así como al rojo siena de los senderos por donde los campesinos conducían sus animales y luego, al levantarla, nos encontramos con los dos budas, a una distancia de unos dos kilómetros, contemplando la galería como si nos estuvieran haciendo una visita a media tarde. Un rayo amarillo y violeta salió de entre las nubes. Un estremecimiento recorrió todo el valle, y luego siguió una ráfaga de lluvia. A continuación estalló la tempestad, que durante una hora estremeció toda la casa. Cuando por fin despejó, el azul añil de las montañas se había cubierto de nieve recién caída”.
Byron hace una descripción minuciosa de los budas y de las cámaras de los monjes que hay alrededor. Casi siempre elogioso del arte islámico que va encontrando a su paso, es, sin embargo, despectivo respecto al budismo. "Su arte carece de frescura", dice, "lo que me repele es su negación de la estética, esa falta de orgullo que desprende su mole flácida y monstruosa. Incluso el material de que están hechos carece de belleza pues la pared no es rocosa, sino de cascajo comprimido. Sin duda a un grupo de peones monásticos se les dio un pico y se les ordeno que copiaran alguna espantosa imagen semihelenística procedente de la India o de China. El resultado no se merece siquiera la dignidad del trabajo realizado".
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