jueves, 16 de septiembre de 2021

Bajo la Gran Corona del Reino de Polonia

 



Salíamos de la Hofkirche, un caserón barroco que hace las veces de catedral católica, catedral que nunca podrá llenarse con el apenas veinte por ciento de la población que se declara católica. El aire limpio y cálido de primera hora de la tarde se llenó de voces angélicas. No venían de la catedral que estaba vacía, ni siquiera los turistas sienten ya curiosidad, sino de detrás, de una placita frente al ábside. En un breve escenario voces de niñas entonaban un motete. Alguien puso en mis manos un programa. A lo largo de la tarde en distintos escenarios sonarían coros venidos de Ámsterdam y de la propia ciudad. El programa no decía qué celebraban.


Cuando acabó el concierto caminamos hacia la Plaza del Teatro para oír el siguiente. Ahora eran niños de riguroso negro, distribuidos en varios niveles en un escenario algo más amplio bajo un toldo arqueado, de espaldas al Residenzschloss, los que pugnaban por hacer oír su canto en medio de una agitación que ponía la vista en otro sitio. De pie bajo el crudo sol de la tarde una parte del gentío escuchaba, arremolinados junto a la imponente estatua del Rey Juan de Sajonia, otra, más numerosa, miraba con cierta avidez a la puerta de entrada al palacio, al otro lado de la calle. Cuando el coro acabó la pieza el público hizo sonar sus palmas desvaídas. Entonces un estremecimiento recorrió de punta a punta la plaza. El gentío corrió hacia la valla de separación enfocando las cámaras hacia la entrada del palacio. Una hilera de coches que precedía a un furgón negro se estacionaba. En el escenario un armónium daba con fuerza los primeros compases de otra pieza, las voces sonaron algo más graves. Yo también quería fotografiar lo que fuese, me acerque a la valla. Del furgón descendían personajes. Hombres con trajes oscuros, una mujer con chaqueta rosa, otra con chaqueta azul celeste. Contra la valla se apretaban los mirones, apenas había espacio para levantar los brazos, enfocar y disparar. Vi un pequeño hueco y me apresté a ocuparlo. Las voces masculinas subieron de tono, pero apenas se las oía. El armónium sonó con más fuerza. Un círculo de hombres rodeaba a la canciller. Su figura, su pálida sonrisa, se filtraba entre hombros y caderas. Creí entender lo que sucedía cuando advertí un cartel por encima del círculo de autoridades con la palabra 'Vermeer'. Ahora comprendía la celebración coral, el hermanamiento entre Amsterdam y Dresde. Un hombre diez centímetros más alto que yo se entremetió en un espacio que no quedaba libre. Desde su altura me miró con más odio que desprecio. Y levantando la mano irritado me empujó en el hombro hacia atrás, como si yo hubiese ocupado un espacio que le pertenecía. Sin mirar hacia arriba musité, 'Nazi', mientras me escabullía. Las cámaras hacían sonar sus clic clic, abandoné la valla hacia el escenario donde las voces apenas se dejaban oír.


Ahora había dos coros claramente separados, chicos trajeados de negro delante y chicas de negro con torerita roja detrás. El sonido era más poderoso pero no lo suficiente para contrarrestar la agitación, los aplausos y silbidos dirigidos hacia la entrada del palacio. Hice fotos de la estatua del rey de Sajonia, enfoqué al friso de bronce bajo la estatua ecuestre. No me podía concentrar, delante de los relieves había cabezas brazos bustos. La música en vaivén se alzaba y apagaba. El séquito se adentraba por el pórtico del palacio. Miré hacia el lugar en la valla donde estaba el hombre más alto que yo. Junto a él una mujer algo menos alta nervuda el pelo corto amarillo y ondulado. Estaban ahí pero no parecía que prestasen atención a lo que estaba sucediendo. Sonámbulos. Me costaba calcular su edad pero yo diría que sobrepasaban los ochenta. El gentío se fue disgregando, la valla, la base de la estatua, la plaza. El hombre y la mujer cruzaron la plaza, ascendieron hacia la terraza del Zwinger. En las escaleras ella renqueaba apoyándose en el muro. Se fue demorando. Les seguí a prudente distancia. Ya en la terraza, el hombre contempló un momento el Kronentor. Luego con un caminar crispado pero lento recorrió el pasillo apoyándose en el pretil, asomándose al foso. La mujer acababa se subir. También ella miró la reproducción gigante de la Corona de Polonia. Aproveché el momento, no había nadie más en la terraza, ahora que la mujer estaba de espaldas. El hombre ligeramente inclinado sobre el pretil miraba al foso. Me agaché, lo cogí de los tobillos, me sorprendió su poco peso, y lo arrojé. Cayó de cabeza. Un chapoteo y un crujido sordo. Corrí escaleras abajo, mientras a mi espalda oía un grito agudo. Por un momento imaginé la boca formando un alargamiento ondulado y vertical, las palmas en las mejillas, subir, fotografiarla. Baje la rampa, tomé la última fotografía del Residenzschloss, con un parterre colorista en primer plano. Al otro lado del Elba esperaban el bus y Kirsten, la guía. 'Se te ve feliz', me dijo, ''¿Tanto te ha gustado la ciudad?'. 'Mucho', le contesté, 'aunque me marcho sin haber visto La Madonna Sixtina y la exposición de Vermeer'. Le di dos sonoros besos. 'Vaya', dijo, con el rubor prendiendo en sus mejillas.



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