Almodóvar
ha concebido su profesión
como una carrera de gestión de sí mismo. Las dos palancas de una
campaña de autopromoción, hoy, son la publicidad y presentarse como
víctima: Almodóvar,
héroe de la modernidad (el único director español que se conoce en
el mundo, se dice en la película) y cuya condición sexual, salida
de las entrañas del franquismo, ha sido perseguida. Los medios,
nacionales e internacionales (entrevistas, reportajes, ruedas de
presa convocadas por él mismo, pasarelas, premios; pronto habrá una
serie que lo tenga por protagonista) le han hecho una campaña
continuada y gratuita. Lo han convertido en icono.
Él ha sabido
manejarse muy bien. De
sus películas podría
decirse que son grandes publirreportajes, no
hay un relato propiamente sino escenas bien planificadas y cuando le
ha faltado imaginación planos a secas, una sucesión de planos bien
cuidados. De su última
película se dice que es confesional, se podría decir de cualquiera
de las suyas,
pero me temo que la confesión no va más allá de lo que sucede en
el plano, en
la frase que oímos,
en el
gesto que vemos, sin que remita a algo anterior, a una historia cuya
hondura es imposible intuir.
Lo más cercano a una
confesión es la secuencia final de la madre con el hijo famoso, pero
aparte de la queja hacia el hijo de Julieta Serrano, bien expuesta,
no se ve de qué modo afecta a la
personalidad del hijo,
cómo la trajina.
Depresión, caballo,
tristeza, estancamiento creativo son palabras isla o imágenes
expuestas, bien pulidas,
sin un gramo de suciedad. El
cine de Almodóvar tiene la hondura bidimensional de lo que aparece
en el rectángulo de la pantalla, no
hay fuera de campo, por así
decir. Por eso, la sucesión
de planos o escenas nos satura. Su estética kitsch deslumbró al
mundo en sus primeras películas, también la frescura, quizá
ingenuidad, de sus primeros rodajes, pero a medida que se sucedieron
las
películas, a
medida que se hizo redundante y previsible apareció el bostezo.
Siempre habrá algo que nos llame la atención en este hombre dotado
para el marketing, como las imágenes generadas maquinalmente en los
títulos iniciales de Dolor
y gloria, como la exquisita
planificación de toda la película, pero
cuando vemos que la espera no es recompensada, que no aparece
historia alguna, que las emociones de los actores son gestuales,
planificadas al igual que las
escenas, deviene
el aburrimiento. Almodóvar
tiene imagen de marca, es una marca, pero qué hay del contenido.
Dolor
y gloria (ahora en Netflix) es bonita, quizá más
que ninguna otra de las suyas, relamida
podría decirse. Hay mucho
oficio detrás del producto. Hay un gusto exquisito detrás de cada
escenografía, avaro
del detalle hasta la extenuación: cada prenda de los actores, cada
mechón de su cabello, cada objeto ya sea en exteriores (si los
hubiere) o en el interior de una sala de estar (quién podría vivir
más de dos horas en el decorado del salón del protagonista), las
paredes, las sillas, el suelo, las palabras pronunciadas, los gestos,
el cambio en la mirada, todo es milimétrico, sometido
a la planimetría, expulsada
de ese paraíso decorativo cualquier irregularidad. Es
imposible por más que uno se empeñe durante los 108 minutos del
metraje capturar un descuido, un desajuste provocado por la
espontaneidad. Y como digo no
hay historia, solo exposición de sí mismo, de su valía, de su
singularidad en un país huérfano de talentos creativos. Ejemplo
del alto valor que el protagonista tiene de sí mismo, este diálogo:
- Desde el Guggenheim me piden dos Pérez Villalta. Van a hacer una antológica.
- Diles que no, Mercedes, esos cuadros son mi única compañía.
Cine decorativo.
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