“Todo el mundo en Rusia recuerda aún hoy una gran fiesta que
tuvo lugar durante la inauguración de un nuevo teatro de ópera en una ciudad de
Ucrania durante la que Kalinin pronunció un larguísimo discurso solemne. [Por problemas de próstata] se
veía obligado a interrumpirlo cada dos por tres y, cada vez que se alejaba del
atril, la orquesta empezaba a tocar música folclórica y unas bellas y rubias
bailarinas ucranianas saltaban al escenario y se ponían a bailar. Al regresar
al estrado, Kalinin siempre era recibido con grandes aplausos; cuando volvía a
abandonarlo, los aplausos redoblaban su fuerza para saludar el regreso de las
rubias bailarinas; y, a medida que se aceleraba la frecuencia de sus idas y
venidas, más largos, más fuertes y más cordiales eran los aplausos, de tal
manera que la celebración oficial se había convertido en un alegre,
enloquecido, orgiástico clamor como jamás había conocido el Estado soviético”.

Poco después el narrador nos cuenta la terrible historia de uno de los personajes, Alain, un hombre que sólo vive para la culpa. Una mujer embarazada tiene la determinación de arrojarse por un puente, pero cuando está en el agua un adolescente quiere salvarla, la mujer contrariada se sobrepone y hunde al adolescente en el agua hasta ahogarlo, sale, retorna a su casa y tiene el hijo que no quería. Ese hijo es Alain. Acaso, Alain se haya inventado esa historia sobre su madre porque ella lo abandonó de niño y porque es un perdonazos, alguien que siempre se siente culpable. La breve novela se lee con fluidez, sin embargo, mediada, el interés decae o decaigo yo. Hay un cóctel en el que esos hombres actúan de camareros, se conversa, se bebe y yo pierdo el hilo, quizá porque esté cansado, quizá porque el propio Kundera lo haya perdido. Aparecen mujeres, La Franck, Julie, Madelaine, una sirvienta portuguesa. Se habla de ángeles, que no tienen ombligo y de Eva que tampoco lo tuvo. De todos los personajes, solo el misterioso Quaquelinque, que posee la valiosa virtud de pasar inoído entre la multitud está en el secreto de la insignificancia, el que comprende la inutilidad de ser brillante, por eso conquista a las mujeres hermosas. Lo mismo le pasa a un personaje histórico, Kalinin, un hombre con problemas de próstata que se veía obligado a mear con frecuencia, un ser insignificante, que por el hecho de serlo fue el escogido por Stalin, primero para ponerlo en la jefatura del Estado y después para dar su nombre a la ciudad de Kant, Kónigsberg, que pasó a ser conocida como Kaliningrado.
Llegamos al
final, donde nadie puede beberse el Armagnac porque la botella cae y se hace trizas.
¿Cuál es el quid del ombligo? Que es la parte más insignificante de la mujer,
indistinta, impersonal, a diferencia de las otras tres, pero también la parte
que nos lleva al nacimiento de cada cuál, un nacimiento por otro lado regido
por el azar. Los amigos vuelven a encontrarse en el Jardín de Luxembourg. Un
actor parecido a Stalin con una escopeta dispara a un hombre con perilla
parecido a Kalinin, que se esconde a mear tras la estatua de María de Médicis
(es una representación). El cazador dispara y se carga la nariz de la reina de
Francia. Al comienzo, Kundera, que cumple este año 84 años, uno menos que mi
madre, proclama que quiere hablar de los problemas más serios y a la vez no
pronunciar una sola frase seria. Debería volver al principio y comenzar la
lectura de nuevo, ¿merece la pena? Lo hago. ¡Cuántas cosas se escapan en la
primera lectura! Una novela corta pero densa, con muchos temas entrelazados que
van y vienen pero con una idea, quizá hayamos llegado a la época de la
posbroma, al crepúsculo de las bromas, lo que significa que no vemos aquello
que deberíamos ver, que el mundo, la existencia, es insignificante y que verlo
es la clave de la sabiduría y del buen humor. Dar cuenta completa de este libro sería
algo así como reescribirlo por entero como el Don Quijote de Pierre Menard.
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