Hacia
1938
Adorno, a su llegada a Nueva York huyendo de los nazis, fue
contratado por Paul Lazarsfeld para trabajar en un estudio
sobre los efectos de los nuevos medios de comunicación en la
sociedad americana, en concreto en la conducta del hombre en la sociedad de consumo. Sin embargo, la
disposición respectiva no podía ser más diversa. Mientas
Lazarfeld, un sociólogo que
había estudiado el efecto causado en los oyentes por
la adaptación radial de La
guerra de los mundos que
hizo Orson Welles,
fundaba su estudio en métodos empíricos a base de encuestas
y estadísticas, Adorno, horrorizado, se encerraba en su despacho
para analizar los fenómenos sociales con la sola ayuda del método
dialéctico.
Mientras
Lazarsfeld utilizaba su método para buscar preferencias,
Adorno interpretaba las razones que no se podían cuantificar de esas preferencias. Adorno
elaboró varios informes pero acabó desertando en 1941, sin
comprender la dinámica de la sociedad americana y
despreciando que la investigación sociológica pudiese resultar útil
para fines comerciales.
Me
hubiera gustado ver la cara que pondrían Adorno y Popper (o Lazarsfeld), como
eximios representantes de dos escuelas filósoficas antagónicas, si
viesen en qué han devenidos sus respectivos métodos de análisis.
Recostado en el salón de una casa minúscula, provisto de latas de
cerveza y montaditos, el hombre positivista ve saciadas sus
necesidades tecleando un pedido just
in time
en
Amazon o Telepizza, empresas
que antes
han previsto gracias a sofisticados algoritmos derivados de los
métodos matemáticos que los neopositivistas lógicos promocionaron como
método científico para entender
la realidad; entre lata y lata, entre una pasada por Netflix y otra
por HBO, el mismo hombre muta en dialéctico cuando en la pantalla
del móvil descarga
su ira codificada en zasca, siguiendo una suerte de dialéctica abreviada,
contra otro que ha alterado su fe política, un
reflejo memético derivado de la dialéctica negativa que los
filósofos frankfurtianos pusieron en circulación como método para
revelar la conciencia enajenada bajo el imperio del capital
monopolista.
Ambos
se escandalizarían, pero deberían estar orgullosos de cómo sus
respectivos métodos han llegado al apogeo colonizando
la vida material y el orden mental. Nunca como ahora el hombre
confinado ha alcanzado tal grado de cosificación, un consumidor al
que se le ha privado de trabajo y por tanto de capacidad de
autorrealización
y del que solo se espera que consuma los productos que se anuncian en
las pantallas y vea las series que le aconsejan desde páginas
especializadas. Nunca
como ahora, el hombre memético separa el mundo en dos mitades
antagónicas, tesis y antítesis, que reafirma o despacha con simples
frases o imágenes concentradas de significado. Al primero
contribuyen jóvenes matemáticos reclutados en los mejores campus
para ponerse al servicio del marketing escarbando en la llamada
ciencia de datos para explorar gustos y comportamientos, sin saber
muy bien si lo que hacen es deducir o incitar. Al segundo, los
llamados tecnólogos de la política que, en laboratorios no menos
sofisticados de
propaganda,
elaboran unidades mínimas de significado que circulan por las redes
para dar munición dialéctica a sus entregados seguidores. Marketing
y propaganda han recorrido caminos paralelos que al final se han
encontrado. Popper y Adorno, si el encuentro fuese posible,
deberían fundirse en un abrazo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario