viernes, 30 de agosto de 2019

El nombre y el número, de K. O. Knausgard (Mi lucha. 6)



No hay documentos, órdenes generales, el detalle de la planificación, tan sólo notas burocráticas. Probablemente todo comenzó con una orden verbal de Hitler a Himmler. El mayor suceso de la historia no cuenta con documentos oficiales que lo acrediten. No había muchas personas que trabajaran para su fábrica, la fábrica de la muerte, unos miles de alemanes, otros tantos ucranianos y bastantes más judíos a quienes se encargaban las faenas materiales. Tampoco hubo un presupuesto, la financiación corría a cargo de los bienes expropiados a los propios judíos. Las redadas, los guetos, el transporte transcurría de modo tan normal que era casi imperceptible hasta el punto de que su actividad se confundía con lo normal. Aunque es obvio que mucha gente lo veía a su paso, veía las detenciones, los trenes, el exterminio, oía los gritos, el silencio, la humareda pestilente, corría el rumor y la gente se fue enterando.

Pero cómo pudo suceder. Existía el antisemitismo antiguo, de siglos, en toda Europa. En el siglo XIX y XX desde los intelectuales a los campesinos participaban de ese sentimiento. Henry Ford era un furioso antisemita, escribió sobre ello, muchos escritores famosos lo eran. La higiene racial, la ciencia de la raza era tema de las universidades, por ejemplo en Uppsala (Instituto de biología racial. The Racial Characters of the Swedish Nation), era una ciencia moderna, en primera línea. Eugenesia, esterilización, raza pura y no pura. Todo eso se vivía con normalidad. La fábrica de la muerte se ensayó primero con enfermos y humanos incapaces, hasta cien mil murieron. Hitler no era antisemita por temperamento, llegó a ello cuando vivía en Viena o quizá tras la guerra, probablemente como consecuencia de sus ideas sobre la pureza de la raza y el peligro de contaminación que los judíos suponían para la raza aria. Es un personaje peculiar, mal construido psicológicamente por su relación con su padre, al que odiaba, por su carácter, por sus dificultades para lo social. Cuando escribe su libro no se dirige a un tú, solo tiene presente el yo inconmensurable y el nosotros de la nación alemana. Su experiencia en la 1ª GM fue decisiva. Vivió la derrota de Alemania como una insondable herida, una humillación que sólo podía ser reparada con otra guerra. Los dos millones de alemanes muertos no podían haber entregado su vida en vano. Esa idea, ese sentimiento lo compartía con muchos alemanes, alemanes de la clase baja, de la clase media y aristócratas. Cuando comenzó a hacer discursos con ideas sencillas sobre ese asunto descubrió su capacidad para hablar, imantar y enardecer al público. Antes de la guerra había pasado una mala temporada, prácticamente como un mendigo, con un año del que nada se sabe de él, porque seguramente dormía en los parques, sin trabajo, sin sustento. En Viena, durante un par de años vivió pintando y vendiendo cuadros, varias veces la academia de bellas artes lo había rechazado. La guerra le salvó, le dio una idea y un motivo para vivir. Comenzó haciendo discursos políticos para el Partido Obrero Alemán. Ahí descubrió su carisma. Hasta Heidegger cayó rendido ante él, no ante el contenido de su discurso, sencillo, elemental, sino ante ‘sus bellas manos’, como le comentó a Jaspers, ante su fuerza retórica, su presencia, su carisma. Casi toda Alemania cayó rendida ente él. Hacía falta tener mucha valentía y decisión para no caer. Hitler estaba ahí cuando en el país latía la idea de humillación, de necesidad, un ‘nosotros’ en busca de alguien que se pusiese a la cabeza. Una corriente sentimental se apoderó del país, un ‘nosotros’ golpeado por la guerra, por la crisis, por las ideas que tomaron carta de naturaleza desde mucho antes y que en algún momento, por la simplificación del lenguaje que introdujeron los nazis en el habla, que dominó la escena, hizo que en la conciencia apareciese la idea no de que matar está mal, sino de que está mal no matar (como señala Hanna Arendt en Eichmann en Jerusalén), un ‘nosotros’ que representaba la decencia enfrentado a un ‘ellos’ que representaba la maldad, justo al revés de cómo ahora lo ve nuestra conciencia, lo que no nos garantiza salir indemnes pues es seguro que si hubiésemos estado allí participaríamos de ese nosotros criminal, “habríamos desfilado bajo su bandera”, pues entonces, en 1938, el nazismo gozaba de consenso, era lo correcto, y quién se atreve contra lo correcto.

Hitler y los nazis ofrecieron a los alemanes el absoluto: la raza, lo biológico, la sangre, la tierra, la naturaleza, representado por el Tercer Reich, el imperio que duraría mil años. Alemania entera, cada alemán dejaba su yo de lado y se entregaba al Estado, cada uno era el mismo Estado, cada alemán indiferenciado en el todos, en el nosotros de Alemania, un Estado por el que los alemanes podían y debían morir: “fue la utopía sobre el uno. Fue la caída del nombre dentro del número, fue la caída de lo que creaba diferencias dentro de lo que carecía de ellas” lo que llevó a la guerra. A los alemanes dentro del Estado totalitario, a los judíos sin nombre de camino a las cámaras de gas. Eso se ve en las grandes concentraciones de Nuremberg, que Leni Riefenstahl recoge en su película de 1934. Para que el ‘nosotros’ nazi se sintiese como ‘uno’ necesitaba un ‘ellos’ y lo creó, y una guerra en que manifestarse y la tuvo.

Knausgard inserta un ensayo de 400 páginas en el último capítulo de su autobiografía novelada. Lo titula El nombre y el número. Es evidente que es una reflexión teórica sobre su proyecto novelístico. Qué sentido tiene escribir varios miles de páginas sobre el discurrir de la vida cotidiana de un individuo en los inicios del siglo XXI, contándolo todo, lo que se vive y lo que se piensa y lo que se siente, implicando a quienes viven o han vivido con él, sin eludir los nombres propios. Karl Ove Knausgard es un individuo cualquiera, un escritor noruego que gracias a este proyecto ha sido conocido en todo el mundo. Pero es un individuo como los demás, con unas circunstancias propias, un discurrir propio, pero como los demás inscrito en círculos sociales, envuelto como el pez en el agua de lo social. Se pregunta sobre la dialéctica entre el individuo y la sociedad, qué ocurrió en la primera mitad del siglo XX, cómo tantos sucumbieron a lo colectivo, entregándose o sometiéndose al Estado totalitario, cómo pudo ocurrir ante los ojos de todo el mundo aquella enormidad del holocausto, y qué ha cambiado desde entonces.

¿Hemos superado ese peligro? Ya no hay una causa más grande que uno mismo, las ideologías de lo absoluto están estigmatizadas, son tabúes, para nuestro ‘nosotros’ los nazis son el gran ‘ellos’, pero no podemos obviarlo porque la muerte, el vacío, la nada, la oscuridad es el fondo sobre el que la vida se desarrolla. En la vida cotidiana opera lo relativo del mercado de valores, la democracia, el parlamentarismo, la industria del entretenimiento, los valores consensuados pero junto al mundo real opera el mundo simbólico de la publicidad, de las películas, de los videojuegos, de las redes donde el absoluto se manifiesta de diversas formas, donde la violencia y la muerte son posibles, donde el hombre racialmente puro lo es. Están a buen recaudo encerrados en el mundo simbólico, ¿para siempre?, ¿es posible que bajen al mundo real?

Knausgard trata de entender, rastrea los documentos de época, lo que escribían los escritores famosos, los filósofos, lo que se decía en la época, lo que aparece en los documentales, lo que han dicho quienes han tratado de comprender. Cómo lo vivió la gente común, cómo se entregó. Cómo fue cambiando la sociedad, el Estado, la moral, el lenguaje. La clave para entender la encuentra en el poema Stretta de Paul Celan, un poeta rumano que escribió en alemán. Sus padres fueron gaseados, él se arrojó al Sena. El ensayo de Knausgard está escrito con la pasión del novelista, traspasa esa pasión al lector, merecería una edición separada y que muchos se pusiesen a leerlo y debatirlo.

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