lunes, 2 de julio de 2012

El Nacional, de Joglars


            



            En varias ocasiones, en distintas ciudades, he querido ver El Nacional de Boadella y los suyos. Quizá, si no me había decidido era por una cierta desconfianza. Las últimas obras, del segundo periodo de Els Joglars, no me habían convencido y hasta en ocasiones me han aburrido. Así que ha tenido que ser en unas fiestas patronales, quizá en la última ocasión, cuando por fin he comprado la entrada, no barata, por cierto, para ver esta obra. No me arrepiento, El Nacional, es uno de los mayores logros de Boadella.

   Boadella es heredero del histrionismo español, del humor de sal gruesa y burlesco y no siempre ha acertado; sus obras se quedaban en las burlas, pero no conseguían, desde mi punto de vista, ir más allá, convertirse en un puñetazo donde más dolía. Boadella es heredero del Buñuel de Viridiana, de Valle-Inclán, del teatro de los años treinta. No he visto una de sus más aclamadas, Ubú/Pujol, así que no puedo juzgar el conjunto de sus obras, pero en esta, El Nacional, el burlesco se convierte en gran teatro, la burla, la descripción del sector que quiere poner en ridículo y la poesía en escena se combinan para hacer disfrutar y reflexionar al espectador.

            Esta obra es como una segunda versión de la que estrenó en 1993, adaptada a la actual situación de crisis. Hacía falta poner en ridículo esos espectáculos pomposos, artificiales y muy subvencionados que se montan en el gran teatro oficial, especialmente la ópera. Sobre el escenario, Boadella presenta el coso de uno de esos teatros, el que da nombre a la obra –El Teatro Nacional de la Ópera-, que tras la ruina que ha generado la crisis, sin subvenciones, y como único habitante el conserje que oye los ecos de los grandes espectáculos del pasado. El viejo conserje decide hacer un último montaje, una reconstrucción de un Rigoletto de Shakespeare, con actores escogidos entre mendigos y músicos callejeros, mientras en la calle se oye el ruido de las máquinas listas para demoler el edificio. El objetivo es que los actores, incontaminados por aquello que acabó con el teatro auténtico del pasado: el divismo, el realismo, la improvisación, sean capaces de hacer surgir de la nada la vida que el teatro veraz pone sobre las tablas, la vida que surge no de la copia de la propia vida sino de la imaginación y el trabajo basado en el artificio, la interpretación y los guiones bien trabajados. Se ve con claridad cuál es el programa de Boadella y cuáles son las fantasmas que quiere derrotar. Los enumera varias veces, los ridiculiza, hace guiños al público entregado y harto como él de las falsas reputaciones, del autobombo y del dinero tirado durante todos estos años en espectáculos de los que han disfrutado unos pocos y que en realidad no merecían la pena. Ahí está por ejemplo el moribundo cine español y las exquisitas moderneces que se presentan en El Liceo o en el Real de Madrid para unos pocos privilegiados.

            Y todo eso lo cuenta Boadella con gran inteligencia, sin cargar demasiado en la astracanada, combinando el humor con la poesía, en especial en la reconstrucción, con unos pocos músicos –tres- y sólo dos voces, de los ecos del pasado. Hay momentos geniales, en que es capaz de erizar la piel de emoción, cuando con esos poquísimos medios de que dispone evoca grandes arias de ópera. También cuenta con buenos actores y músicos, empezando por Ramón Fontseré, el alter ego de Boadella, Jesús Agelet o los actores cantantes Begoña Alberdi o Enrique Sánchez-Ramos. Una gozada.

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