No eran los peores quienes con voz
tonitruante te condenaban al infierno, tampoco los de voz melosa, los que te
ponían dulces en el oído, no, eran más bien los que empastaban las palabras,
quienes las hacían rodar de su boca para que llegasen después de un tirabuzón
hasta tus ojos, maravillados de su redondez, de su finura dorada, oradores,
magos de las palabras, quienes te ataban al banco y te hacían levantar la
mirada hacia sus manos, negramente vellosas, aferradas al borde del atril,
luego hacia sus ojos concentrados en la elaboración y por fin a sus labios de
los que salía el rumor ordenado, una pieza tan bien construida que el mundo
entorno se evaporaba para no quedar más que la música del discurso.
Solo ha quedado uno en el recuerdo,
el maestro, no lo que decía, sino el modo en que hablaba, el orden superior de
las palabras, la concatenación, la armonía, uno aceptaba ser domesticado
por la belleza del discurso. No hacía falta pensar ni analizar, se producía un
automatismo mental, si era bello era verdadero. De aquel hombre, si es que no
era algo más, un elegido que era como nosotros y algo más que nosotros,
recuerda uno el porte, el modo de conducirse en público, su manera de caminar,
su proximidad, la tendida mano cálida, y la distancia, pues en la proximidad se
aceptaba su lejanía, su otredad, la mirada que nos dirigía iba más allá de
nosotros, nos penetraba para fundir el tiempo, venía del tiempo sin tiempo y a
él se dirigía. Tras él solo quedaba el rastro de la representación, de quien es
más que un mero hombre.
Atrapados en la pertenencia,
mantuvimos la fe en el mundo ordenado. Todo estaba bien y así había de
continuar. La fe de uno se apoyaba en la creencia de otro. Fuera de la nave
solo había hombres aislados, rotos, gente que no valía nada. Cada uno volvía a
sus quehaceres sin abandonar la congregación, inconscientes pero cómodos en el
pegamento flexible que nos unía.
¿Qué fue lo que alteró el tiempo?
Algo se rasgó. Quizá los corrillos que se formaban a la salida, donde la charla
sustituía al discurso ordenado. Se hablaba sin orden de cualquier cosa, el
azar, el humor, los chascarrillos, cuando el sacristán y los oficiales ya no
estaban. Al orden le sustituyó el temor y al temor la sospecha y solo cuando
uno creyó estar en confianza pudo uno adelantar palabras prohibidas, después de
saber que había palabras prohibidas. Desbaratado el orden del discurso, el
mundo ya no volvió a ser el mismo.
¿Quién había concedido a aquel hombre
la representación? Si uno ponía ahora atención a lo que decía, sus palabras
estaban vacías, no contenían nada. Si se escrutaba su mirada, sus ojos estaban
vacíos. Su piel tersa de antaño estaba surcada ahora de arroyuelos, las manos
en el atril, crispadas. Ya no venía a darnos la mano cálida, era él quien nos
temía. Alguien empezó a contar cosas que no hubiésemos imaginado. No era mejor
que nosotros, sino peor. Él y sus cosas se convirtieron en historia que se
narraba ante nuestros ojos chispeantes. De momento, éramos solo espectadores.
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