viernes, 29 de octubre de 2021

Afganistán y el dilema de los invasores

 


La primera guerra anglo-afgana (1839-1842)


Recoge William Dalrymple, en su Retorno de un rey, un pasaje de las memorias del capitán William Osborne, de visita a Lahore, en el Punjab, donde reinaba el maharajá Ranjit Singh:


La vida privada de los ingleses era un tema que fascinaba especialmente al maharajá y el apuesto capitán Osborne fue sometido de manera intermitente a varios interrogatorios sobre sus preferencias sexuales, a medida que avanzaban las negociaciones:


«¿Ha visto a mis muchachas cachemiras?»; «¿Qué le han parecido?» «¿Son más guapas que las mujeres del Indostán?»; «¿Son tan bellas como las inglesas?» ¿A cuál de ellas admira más? Le respondí que admiraba mucho a todas y nombré a las dos que me parecieron más hermosas. Él dijo: «Sí, son bellas, pero tengo algunas que lo son más; se las enviaré esta noche y podrá quedarse con aquellas que más le gusten». Expresé mi gratitud por su gran generosidad y su respuesta fue: «Tengo muchas otras». Luego pasó a hablar de caballos”.


Se iniciaba la invasión británica de Afganistán, en junio de 1839, que dio lugar a la primera guerra afgano-británica, cuando Ranjit Singh murió el 27 de junio a la edad de cincuenta y ocho años. William Osborne escribió:


«Dos horas antes de morir mandó que le trajeran todas sus joyas y entregó a un templo el famoso diamante conocido como “Montaña de Luz” [Koh-i-Nur], su célebre cinturón de perlas a otro y sus caballos favoritos, con todos sus arreos enjoyados, a un tercero. Sus cuatro esposas, todas muy hermosas, fueron incineradas con su cuerpo, al igual que cinco de sus esclavas cachemiras [...]. Intentamos impedirlo por todos los medios, pero resultó imposible [...]».


D’Arcy Todd encargado de entablar amistad con el visir Yar Mohammad Alikazai, gobernador de Herat, y convertirlo en aliado probritánico en la frontera persa para asegurar la frontera de los territorios de Shah Shuja, el rey que los británicos querían imponer, quedó horrorizado ante el proceder del visir:


La víctima elegida era, por lo general, un kan que había gozado de privilegios y al que, por lo tanto, se le suponían ciertas riquezas, o bien un verdugo acusado de haber amasado una fortuna a fuerza de incumplir sus funciones. El acusado era entonces sometido a tortura: el método más común consistía en hervirlo, asarlo o cocinarlo a fuego lento. Las atroces prácticas cometidas en tales ocasiones son demasiado repugnantes como para ser mencionadas. El desgraciado, retorciéndose de agonía, poco a poco se iba deshaciendo de sus riquezas y, antes de morir, era informado de que sus esposas e hijas habían sido vendidas a los turcomanos o repartidas entre los barrenderos y sirvientes de sus asesinos. De entre sus últimas víctimas, una había sido medio asada y luego cortada en pequeños pedazos y la otra sancochada y después horneada”.


Dalrymple expone el dilema ante el que se encontraron los británicos al invadir el territorio, extensible a todas las colonizaciones posteriores:


¿Debían «defender los intereses de la humanidad», tal y como había expresado Todd en una carta a Macnaghten, y favorecer la reforma social prohibiendo tradiciones como la lapidación de las mujeres adúlteras? Wade dejó clara su postura sobre el tema en el Departamento de Inteligencia: los británicos estaban allí por razones estratégicas, no para reconstruir la nación o promover reformas de género. «No tenemos que temer o preocuparnos por nada», escribió, «excepto por la excesiva confianza con la que acostumbramos a considerar nuestras propias instituciones como excelentes y la impaciencia que mostramos por introducirlas en nuevos y remotos territorios. Tal intromisión siempre desencadenará amargas disputas, o incluso reacciones violentas».




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