miércoles, 20 de octubre de 2021

Las trincheras de la esperanza, de Antonio Pampliega

 




Las tropas de los ejércitos occidentales se han ido, las Oenegés se están yendo, las noticias que nos llegan de Afganistán escasean día a día, más raquíticas, aunque no menos graves y aterradoras. Las mujeres confinadas, las niñas sin escuelas, las mezquitas de los viernes asaltadas por terroristas del llamado Estado Islámico, que causan muertes por decenas. La situación económica es cada vez más crítica; se anuncia una hambruna que el nuevo gobierno talibán no está en condiciones de abordar. Estos días Antonio Pampliega pedía desde su cuenta de twitter ayuda para sacar a gente del país. Los que pueden salir están de suerte. ¿Qué se puede hacer por un país como Afganistán? ¿Se puede hacer algo o dejarlo a su suerte? Probablemente no ha habido generación que no haya tenido su guerra, como le sucedía a España en los siglos pasados. La guerra no es como nos la cuentan, una historia de combates, héroes guerreros, amigos y enemigos, mercenarios políticos o religiosos, individuos que se aprovechan para enriquecerse. Todo eso es verdad pero no es lo más importante de la guerra. Lo más importante sucede allí donde el periodista difícilmente entra, donde caen las bombas y estallan, allí donde no se lucha, junto a las minas antipersona que sorprenden a quien un segundo antes estaba entero y uno después ya no, antes, durante o después de los combates, junto a los heridos que vuelven inútiles para seguir ayudando a sus familias, dentro de las casas donde la gente destruida físicamente o mentalmente se esconde y padece. Sólo unos pocos se ocupan de atender a esa gente, ni siquiera la familia puede hacerlo, atareada como está en sobrevivir.


Alberto Cairo es uno de esos pocos. Fisioterapeuta italiano, ha empeñado su vida en poner prótesis a los discapacitados de las guerras de Afganistán. Ayudado por la Cruz Roja ha levantado centros en el país para ayudar a una parte. Antonio Pampliega, que ha cubierto muchas guerras, escribió un libro en torno a su labor. Lo ha entrevistado y también ha entrevistado a sus ayudantes y a las gentes que le deben la vuelta a la movilidad y quizá también a la vida. El libro cuenta en pequeños capítulos sus historias, la mayoría esperanzadoras, muchas pesimistas. Los busca en los centros de recuperación de Kabul, Herat, Mazar-i-Sharif, Lashkar y otra ciudades.


Muchas de las historias que nos cuenta Antonio Pampliega en Las trincheras de la esperanza son historias de éxito, relatos de esperanza, como titula el libro. Unos pocos casos en un país de 40 millones de habitantes. Un libro que narrase las desgracias sería ilegible, de tantas. La historia de la humanidad es en gran parte un cuento de horror; no habríamos podido sobrevivir y progresar si solo escuchásemos o leyésemos el mal que nos persigue sin tregua. Tomada en su conjunto la humanidad vive infinitamente mejor de lo que se podía prever. Hacia el final del libro, sin embargo, la oscuridad poco a poco va tiñendo de desesperanza el libro: vidas imposibles de rescate, vidas perdidas, especialmente las de mujeres y niñas encerradas desde la primera menstruación, sin posibilidad de ir a la escuela, a la espera de ser vendidas al mejor postor y la de los locos sin remedio, traumatizados por la guerra, sin nadie que les atienda. Pampliega, gracias a su amistad con Alberto Cairo, frente a viajeros y novelistas, tiene la oportunidad de meterse, por decirlo así, en la casa familiar y hurgar en la vida de la gente común y corriente, que al cabo es la vida verdadera. El libro no es una obra literaria pero tiene más vida que la mayoría que se presentan como tal porque por él discurre la vida.


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