martes, 12 de octubre de 2021

La impertinente realidad

 


Pasead por los barrios de las grandes ciudades, no por el centro turístico o los barrios acomodados, y veréis la manera de vestir de hablar de moverse, el desorden físico y mental; dejaos caer por las terrazas sin lustre, por las tabernas cutres, por los súper del Día y los bazares chinos, poned el oído, escuchad, mirad, traspasad la frontera, allí donde el ‘pueblo’ se convierte en ‘populacho’. Hubo una época en que los señoritos cruzaban la frontera en busca de la atracción de lo exótico, entre el arte -esa era la excusa- y el abismo, y luego lo contaban o lo pintaban. Hay una colección de señoritos ingleses contando a sus compatriotas la exótica miseria española y otra de burguesitos franceses atraídos por la cochambre sexual de la Barcelona baja. Los nuevos señoritos hacen como que cruzan la frontera: montan carpas o estrados u organizan escraches, apenas unos minutos sin pizca de romanticismo, apelan al ‘pueblo’ y se van, a menudo, tras un encuentro desagradable, dando una patada al populacho. En realidad, no van en busca del ‘pueblo’, sino para hacer una demostración de que el ‘pueblo’ son ellos y no los otros.


El mundo que se refleja en las teles, salvo quizá en los programas de JJ Vázquez, en la series, en los discursos políticos, es un mundo superpuesto. Es el mundo fantástico de la clase media instalada, con un trabajo decente, una casa decente, una cultura decente construida con unos cuantos memes de actualidad, pero alejadísimo de la realidad, voluntariamente ciega. Una clase media acomodada que impone su cosmovisión mediante sus órganos de poder y representación: partidos, sindicatos, periodismo. En algún momento ese desequilibrio, ese absceso había de romperse: el populismo es la Cumbre Vieja estallando. La democracia es una ficción que funciona mientras las migajas llegan a esa parte de la población que no está invitada a la fiesta. Es Trump. Es Eric Zemmour, ahora en Francia, puede que Abascal, aunque no tiene su punch: alguien sin el lenguaje contenido del mainstream dice lo que esa gente de los barrios dice y quiere escuchar, que oímos si ponemos el oído. Durante un tiempo el pueblo/populacho se deja fascinar por el outsider, por quién desde el estrado le llama ‘pueblo’.


"Muchos franceses esperaban este discurso, que les hablasen de Francia, y les dijesen lo que sienten, es decir, que el país está en peligro de muerte". (Eric Zemmour).


El malestar es real pero los partidos tradicionales no están en condiciones de atender: no están hechos para solventar las necesidades de las capas bajas de la población. Su público es otro. La reacción primera del pueblo/populacho es de rabia contra el sistema, un modo de resarcirse de la humillación. ¿Humillación? Les llaman ‘pueblo’ pero les ofrecen una educación tan imperfecta que sus hijos no están en condiciones de acomodarse, les ofrecen dádivas en lugar de un trabajo decente (si tuviesen cerca la mano que se las ofrece la morderían; ni siquiera saben de las ayudas que les corresponden), por no hablar de lo mal que tratan sus problemas mentales (mirad los estudios al respecto), les dejan a su suerte en barrios sucios e inseguros. Humillados, ofendidos.


Así que ven algo nuevo en el partido-movimiento que les apela y se deciden a apoyarlo (les vale hasta un Gil y Gil): no están en condiciones de apreciar que el camino corto no lleva a la solución de sus problemas sino al contrario porque nadie les ha explicado en detalle lo que ocurrió con los populistas de otra época, los nacionalistas y comunistas o con los llamados socialistas del siglo XXI. Se lo han explicado de modo sesgado, contándoles un cuento. La educación que reciben es inútil, la igualdad de oportunidades es mentira, aunque sean capaces lo tienen difícil para prosperar. Sus hijos nunca llegarán donde llegan los que han tenido una buena educación y buenos contactos. No saben razonar su malestar, definir sus necesidades, nadie les ha enseñado a hacerlo.


La ventaja que tiene Vox sobre los nacionalistas periféricos y sobre el comunismo (algunos se extrañan de lo bien que se llevan los extremistas de izquierda con los nacionalistas radicales: son intercambiables, responden al mismo tipo psicológico, un extremista de izquierdas en Madrid sería un EH Bildu en el triángulo vasco, y al revés) es que no han conocido a sus heraldos en clase, no los han tenido como profesores (sí los tuvieron sus abuelos), por tanto no conocen exactamente su catadura moral, su cobardía en condiciones de igualdad, que es propia de la condición del profe fanatizado. A los radicales de izquierda y nacionalistas sí les conocen: cuando acuden a Vallecas o al campus de la UAB a dar leña saben que nadie les va a responder, que nadie se lo va a recriminar, al contrario aparecerán como ‘antifascistas’ frente a los ‘fascistas’ a quienes han aporreado. Los conocen y saben que no son héroes sino todo lo contrario y los jóvenes necesitan heroicidad. En una democracia, el nacionalismo y el comunismo no pueden triunfar simplemente porque no producen el suficiente miedo. Eso lo sabían Stalin y MAO y Castro, también Hitler y Mussolini y el Franco de la posguerra. Los escraches contra los adversarios, los Valtonyc y Hassel no son suficientemente eficaces, hace falta cárceles y torturas y campos y de vez en cuando muertes (lo sabía Eta) para someter a la población joven. El lenguaje inclusivo, las manifestaciones guay son seguidas por el pequeño porcentaje de población de clase media acomodada que está en el ajo y que no quieren perder los ‘derechos adquiridos’, ese es el sintagma. En cuanto salen del círculo restringido de los adeptos, y del pequeño círculo de los detractores que les dan carrete, a medida que las ondas se dispersan por la sociedad todo eso deja de tener efecto, se diluye en la nada. No hay profesores de Vox en los claustros, ni en el prime time, eso les hace atractivos, otra cosa sería si alcanzasen el poder, entonces habría una notable conversión.


Cruzad la frontera: veréis que ahí está el público en expansión de Vox, el que fue de Podemos, al que la Loli le va a costar mucho seducir.



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