no
sabemos si alguna vez existió el silencio en la naturaleza, antes de
que hubiese algo o después de que algo dejase de ser. El silencio
nos acompaña adjetivado, es una categoría asociada a lo humano, lo
intuimos como ese leve, tímido reflejo del sol que ahora vemos a
través de la ventana, en esta mañana fría y ventosa, pespunteada
de copos, abrazándose como bufanda a una nube que amarilla florece entre negras compañeras que vuelan hacia el suroeste,
no
se muestra sino acompañando, aliviando el ensordecedor
ruido, fiel amigo del caminante, tocando con su ala el afecto que mostramos o nos muestran los
que queremos, al halo que añadimos a los objetos que contemplamos, guiando a la mente cuando medita, trazando la vía por
la que vienen o van las ideas que esperamos. El silencio absoluto nos
constituye, es propio del hombre, porque solo nosotros tenemos
conciencia de su existencia que es la némesis de la nuestra, antes
de ser había silencio y en el no ser lo volverá a haber, el
terrible silencio que nos negará, aunque
no es más, no
puede ser más
que un eco de la idea que de él tenemos, sin consistencia fuera del
pensamiento. El silencio nos vivifica porque de él nace nuestro ser
auténtico, cuando pugnamos porque aparezca, afirmando nuestra
singularidad, y el silencio vuelve cuando nos apagamos hasta hacerse
absoluto cuando nos disolvemos en nada,
"El avaro silencio y la masiva noche" (Mallarmé)
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